miércoles, 14 de abril de 2010

L-O-V-E

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"Cuando hemos leído ya muchas literaturas y algunas heridas en el corazón nos han hecho incompatibles con la retórica, empezamos a no interesarnos más que en aquellas obras donde llega a nosotros gemebunda o riente la emoción que en el autor suscita la existencia. Y llamamos retórico, en el mal sentido de la palabra, a todo libro en cuyo fondo no resuene ese trémolo metafísico.

La humanidad hace en grandes proporciones esa misma exclusión que en límites reducidos verifica el lector individual. A lo largo de los siglos sólo consiguen afianzarse en la atención pública las obras literarias que envuelven un nervio trascendental- sea como en Esquilo, religioso y trágico; sea como en Anacreonte, estremecido de placer y de uva.

A los veinte años se lee como se vive: añadiendo nuevas unidades a nuestro cúmulo de ideas y pasiones. Mas ya a los treinta años sospechamos que no es lo decisivo el número bruto de unidades, sino la proporción entre el debe y el haber. Nuestro espíritu se recoge sobre sí mismo y con la frialdad de un contable se pone a hacer el balance de la vida. El cálculo ni puede ni tiene que ser científico. Con ser la ciencia cosa grave y seria, lo es mucho más este asunto. Se trata de un negocio sentimental que ha de solventarse por medio de íntimas ponderaciones.

Es inevitable: hacia los treinta años, en medio de los fuegos juveniles que perduran, aparece la primera línea de nieve y congelación sobre las cimas de nuestra alma. Llegan a nuestra experiencia las primeras noticias directas del frío moral. Un frío que no viene de fuera, sino que nace de lo más íntimo y desde allí envía al resto del espíritu un efecto extraño que más que nada se parece a la impresión producida por una mirada quieta y fija sobre nosotros. No es aún tristeza, ni es amargura, ni es melancolía lo que suscitan los treinta años; es más bien un imperativo de verdad y una como repugnacia hacia lo fantasmagórico. Por esto es la edad en que dejamos de ser lo que nos han enseñado, lo que hemos recibido en la familia, en la escuela, en el lugar común de nuestra sociedad. Nuestra voluntad gira en redondo. Hasta entonces habíamos querido ser lo que creíamos mejor: el héroe que la historia ensalza, el personaje romántico que la novela idealiza, el justo que la moral recibida nos propone como norma. Ahora de pronto, sin dejar de creer que todas esas cosas son tal vez las mejores, empezamos a querer ser nosotros mismos, a veces con plena conciencia de nuestros radicales defectos. Queremos ser, ante todo, la verdad de lo que somos y muy especialmente nos resolvemos a poner bien en claro qué es lo que sentimos del mundo. Rompiendo entonces sin conmiseración la costra de opiniones y pensamientos recibidos, interpelamos a cierto fondo insobornable que hay en nosotros. Insobornable no sólo para el dinero o el halago, sino hasta para la ética, la ciencia y la razón. La misma convicción científica, esa aquiescencia que automáticamente produce en la periferia de nuestra personalidad el vigor de una prueba, de un razonamiento claro- toma un cariz superficial si se la compara con las afirmaciones y negaciones que inexorablemente ejecuta ese fondo sustancial.

Y en todo hombre o mujer que encontramos, en todo libro que leemos sólo nos interesa conocer cuál sera el resultado de su balance vital. Si no lo han hecho- como suele ocurrir-, podrá la conveniencia social llevarnos a fingirles respeto, pero nuestra recóndita estimación se retira de ellos. Quien no se ha puesto a sí mismo en claro frente a estas cuestiones últimas, quien no ha tomado una actitud definida ante ellas, no nos interesa. "
De El Espectador. Por José Ortega y Gasset



Qué tremendamente maravillosas son las palabras de Ortega y qué extraordinariamente positivo el mensaje que nos transmiten, verdaderamente optimista, si... pero "no es tan fácil". Y entrecomillo esta expresión porque me recuerda a una obra de Paco Mir, en la que participé un tiempito de aficionada al teatro. Y no es tan fácil, porque como el mismo Ortega dice, se trata de un negocio sentimental, del negocio sentimental, del negocio, del único negocio, el neg-ocio de la vida. Da igual quien sea el "Otro", un libro, un amigo, un amor,una sociedad, no es tan fácil. Todo lo que dice Ortega, palabra por palabra, sucede, pero no siempre salimos airosos de esta reconversión que debe producirse a los treinta años y que condicionará el futuro vital, ese momento en que uno siente que debe elegir ser uno mismo y ser lo "que tiene que ser". Y no es tan fácil porque ese fondo insobornable, al que apelar, sí desea ser insobornable pero no lo consigue sin esfuerzo y coste, sin hacer algunas pérdidas y duelos dolorosos, sin sufrir algunas decepciones, amarguras y melancolías, y en el peor de los casos casos simplemente no lo consigue nunca, mal dispuesto para esas renuncias. Quizás retiremos la estima a un libro o a una persona, a una sociedad, pero no sólo le fingiremos respeto, a veces incluso le fingiremos amor. No es tan fácil. Admitámoslo, nuestro fondo es bastante sobornable, pero también seamos indulgentes, es "inconscientemente" sobornable por temeroso,y siempre nos quedará... Freud, para ayudarnos a desocultar la forma de negociar nuestros miedos inconscientes, y después volver a Ortega, liberados y por fin reconvertidos, las veces que haga falta. En él sí podemos hallar ese hermoso balance vital tan digno de estimar. Esdedesear.

martes, 6 de abril de 2010

La afinidad.

II. Tema y estilo

"El estilo de un escritor, es decir la fisonomía de su obra, consiste en una serie de actos selectivos que aquél ejecuta.
En torno al artista abre su ilimitada cuenca el mundo. Allí está lo material y lo espiritual, lo penoso y lo jocundo, el Norte y el Mediodía. Ahí están las palabras todas del diccionario, colocadas en batería, cada cual con su significación presta a dispararse. Y vemos cómo el escritor, de entre todas esas cosas inumerables, elige una y la hace objeto general, tema céntrico de su obra. En esta elección primera comienza a constituirse un estilo; es ella la decisiva. Como la planta impulsada por una misteriosa apetencia crece, se inclina o se contorsiona para buscar su luz, así el espíritu del escritor se orienta hacia su objeto, se enfronta con él, dejando a un lado y otro el resto de las cosas. Hay una afinidad previa y latente entre lo más íntimo de un artista y cierta porción de universo. Esa elección que suele ser indeliberada, procede- claro está- de que el poeta cree ver en ese objeto el mejor instrumento de expresión para el tema estético que dentro lleva, la faceta del mundo que mejor refleja sus íntimas emanaciones. Por esto la crítica literaria.cuya misión primaria y esencial no es evaluar los méritos de una obra, sino definir su carácter, tiene a mi juicio, que empezar por aislar ese objeto genérico, que viene a ser el elemento donde toda la producción alienta.

El estilo del lenguaje, es decir la selección de la fauna léxica y gramatical representa sólo la parte más externa y, por tanto, menos característica del estilo literario tomado integramente. Todos los que escribimos nos damos clara cuenta del reducido margen dentro del cual puede moverse nuestra elección en punto al idioma. El habla de nuestra época nos impone su estructura general, y las transformaciones que el más grande innovador del decir haya realizado son nada si se las compara con su originalidad en los otros planos de creación. Las condiciones y finalidad del idioma hacen de él una cosa en gran parte mostrenca y comunal.

III. El tema del vagabundo

En unas notas sobre Pío Baroja, tomadas hace cinco años, pero recientemente impresas mostraba yo como este novelista había hecho de su obra una especie de asilo nocturno donde únicamente se encuentran vagabundos.
Entre las varias suertes y modos de hombres, decía allí, Baroja se queda solo con los de condición inquieta y despegada, que no echan raíces ni en una tierra ni en un oficio, sino que van rodando de pueblo en pueblo y de menester en menester empujados por sus fugaces corazones.

¿No es extraña esta predilección? Extraña, ciertamente y, además, un caso ejemplar para los que hacen historia literaria según el evangelio de Taine y explican de una manera demasiado simple las influencias del medio en el escritor. Porque es la España actual una sociedad donde el vagabundo apenas existe. Antes al contrario, suele tener aquí la vida una estabilidad plúmbea y una monotonía aldeana. Cada cual entra en el carril de su oficio, atrozmente rígido y preestablecido, y suele, hasta la muerte, seguir en él, sin ensayar usos nuevos, sin protesta ni brindo. Y no obstante ser eso lo que Baroja encuentra dondequiera que mueve sus ojos, no es lo que ve, sino todo lo contrario. Ve criaturas errabundas e indóciles, decididas a no disolver sus instintos en las formas convencionales de vida que la sociedad ofrece e impone. Temperamentos tales tienen que fracasar en una época como la nuestra, tiranizada por principios de hipocresía. This age of cant, decía Byron. Le grand principe du siécle; être comme un autre, escribe Stendhal.
Pero estas vidas que son prácticamente fracasos y derrumbamientos, son moral y sentimentalmente victorias y gestos de ascensión. Al menos para el gusto de Baroja y para el mío. Yo creo , además, que con nosotros coincidirá todo corazón sensible todavía no pervertido por la valoración utilista de las cosas.

El triunfar en la sociedad es un síntoma, a veces inequívoco de una cierta clase de virtudes; al hombre que lo consigue solemos llamar eficaz, decimos que sirve, y la eficacia es un valor positivo que estoy muy lejos de negar. Pero me parece una perversión de nuestro tiempo que ese valor sea el único estimado o, cuando menos, el más estimado. Merced a ello hemos desalojado del mundo todo lo exquisito, porque todo lo exquisito-¡qué le vamos a hacer!- es socialmente ineficaz. La virtud de emocionarse delicadamente es, por ejemplo, una de las cosas más altas que cabe imaginar; pero en la mecánica que hoy rige las sociedades humanas sólo es útil para sucumbir. Así, un amigo mío, que padece de agudo sentimentalismo, no obstante ocupar altos cargos diplomáticos, dice en ocasiones: "Gentes como yo debían haber nacido en otra época, porque para flotar en esta que vivimos es imprescindible tener mal corazón, buen estómago y un cheque en el bolsillo.

De El Espectador. Por José Ortega y Gasset.

Muchas veces me propongo a mi misma la idea de no emprender la lectura de otro libro hasta que complete, desde la primera hasta la última, las obras de Ortega y de Freud, que he leído por parroquias, trabajado intensamente algunas y repetido varias veces otras, pero el auténtico placer que me auguro no está tanto en su interés académico, epistemológico, ya sobradamente constatado, como en asegurarme en el tiempo, sin solución de continuidad, ese otro placer de encontrar siempre en ellos la expansión del alma que hallamos en quien expresa con mejor suerte que tú mismo aquello que nos ronda en ella hasta la muerte.

Son esa porción del universo, tomando las propias palabras de este texto, hacia la cual nos orientamos como hacia la luz, haciéndo de ellos el único objeto de nuestros intereses, y con la que gustosamente renunciaríamos a cualquier otra porque es la que mejor expresa nuestras íntimas emanaciones. No deja de ser un placer narcisista, el de la propia sublimación, pero ¿hay, acaso, otros? A estas alturas, como mínimo, ya me lo puedo permitir. Como sucede con las muñecas rusas, al final, resulta que la primera era la única, la grande, y las demás, por distinta que fuera la la expectativa, se van repitiendo y además cada vez más mermadas pero idénticas. Kant, Dilthey,Nietzsche, Heidegger, Ortega,........... "το αὐτος" y yo. Esdedesear